La
reputación del príncipe Ajdir se extendía a todos los confines del mundo conocido y a pesar de su corta edad, era considerado una especie de leyenda viviente. Muchos pensaban que sus admirables dotes provenían de su naturaleza divina, por ser fruto de la unión entre el rey y una diosa del Olimpo, a la que había enamorado por una noche. Era un formidable guerrero amado por su pueblo y temido por sus
enemigos en igual medida; sin embargo también se lo
consideraba un hombre justo, protector y amante de las causas nobles. Su padre quería abdicar al trono de Argon para que se convirtiera en el nuevo
soberano, pero él rehusaba
a aceptar el honor, porque primero se había jurado no descansar hasta borrar de
la faz de la tierra hasta al último de los dracosianos.
La rivalidad entre Argon y Dracos, fue creciendo a través del tiempo en una larga
cadena de disputas y traiciones. Los motivos por los cuales comenzó el encono se desdibujaban en las
tinieblas de las centurias pasadas. Tan difusos y contradictorios eran, que ya nadie sabía si las gloriosas epopeyas recitadas por los juglares en sus
cantos formaban parte de un mito o habían
sucedido verdaderamente. De cualquier
modo poco importaba. Lo cierto era que los dracosianos encarnaban a lo
más vil de la naturaleza humana. En su
mundo imperaban las pasiones por sobre la ley, y la corrupción de funcionarios y súbditos era cosa de todos los días. Se trataba de un pueblo brutal, agresivo, concupiscente
y conquistador, cuya maldad quería extender sobre toda la faz del mundo
conocido.
En la última
década, los dracosianos habían llevado la delantera en la guerra, poniendo en
serio peligro la existencia de Argon. Pero desde que Ajdir estaba al frente de
las milicias, una fulminante racha de victorias en el campo de batalla había
vuelto a emparejar las cosas y hasta empezaba a volcar la balanza del lado de los justos. ¿Sería
el elegido que habían profetizado los
oráculos para traer la victoria a su pueblo? El rey insistía en que no tenía ninguna obligación de exponerse de esa forma, que era
peligroso y hasta contrario a los intereses del reino asumir tantos riesgos en
forma personal. Pero él se enorgullecía de encabezar las incursiones nocturnas
que exploraban el desierto en busca de enemigos. Sabía que sus hombres le admiraban por ello y
consideraba que su sacrificio era uno de los secretos para mantener a la tropa
con la moral bien alta.
- Es noche de
luna llena, - pensó. - Con tanta luz es imposible que esos bastardos se atrevan a
merodear por aquí, máxime luego de la masacre que sufrieron el otro día.
Igualmente, el ejercicio servirá para mantener a los guerreros entrenados
y alertas. - A mitad de la recorrida habitual, se apeó del caballo
y ordenó desensillar a toda la tropa. Era hora de darles un respiro y
premiarlos por su valeroso comportamiento en el frente. Así que ordenó prender
una fogata y descubrió una gran crátera rebosante del más exquisito vino
real, que sus hombres de mayor confianza habían preparado para la ocasión. Decidió no beber. Esa noche le bastaba ver a su gente feliz, brindando por su patria y vitoreando el nombre de su jefe.
Jamás hubiese imaginado el horror que experimentaría minutos más tarde, cuando sin motivo aparente, todos los soldados comenzaron a caer enfermos. Se revolcaban, vomitaban y con sus ojos inyectados en sangre, lanzaban desesperados gritos de dolor que partían de sus laceradas entrañas. De repente
irrumpieron las tropas enemigas, y entre risas grotescas y burlonas remataron sin piedad a sus indefensos guerreros. Unos les sostenían las cabezas desde los pelos y otros los decapitaban de un
solo sablazo..
No tenía tiempo que perder. Debía huir inmediatamente si quería disponer de una mínima chance para salvar su vida. Se
abalanzó sobre su corcel y comenzó a cabalgar tan rápido como le fue posible. Al instante, sintió el inconfundible silbido
de las flechas que se le acercaban. Dos de
ellas rebotaron en su áurea pechera y una se clavó en su brazo izquierdo. Aunque
su caballo llevó la peor parte, porque tres de esas endiabladas saetas lo atravesaron hiriéndolo de muerte.
Ajdir
salió despedido como una catapulta y terminó cayendo en una duna que amortiguó el golpe. Sabía
que sería su fin. Los infieles tardarían segundos en alcanzarlo y arrancar su cabeza para llevársela al rey de Dracos y así
poder reclamar una recompensa valuada en millones. Pero como si en ese mismo instante todos los Dioses se
hubiesen aliado en su favor, irrumpió una tormenta de arena tan potente, que
ya fue imposible ver siquiera a un paso de distancia. Las flechas lanzadas en su contra, eran rechazadas por ese bendito viento convertido en invisible escudo y circunstancial aliado. Corrió
totalmente a ciegas, quizás por horas, hasta que se hundió dentro de un pozo absolutamente
extenuado y rendido por el esfuerzo.
Se despertó cuando la gélida noche se retiraba. Su cuerpo había quedado enterrado en la arena y sólo sobresalía en la superficie la mitad de su rostro y parte de la flecha incrustada en su brazo. Por un instante pensó que se hallaba en el Hades, pero el terrible ardor en su brazo le hizo notar que aun conservaba un cuerpo mortal de que ocuparse. Miró hacia ambos lados a ver si había rastros del enemigo, pero sólo se encontró con el sol naciente como único testigo de su desdicha. Cortó al medio la varilla de la flecha, luego sacó su cuchilla para abrirse la piel y extraer la punta incrustada en la carne. Un gran chorro de sangre anunció que acababa de ser expulsada, mientras todo su cuerpo se estremecía del dolor, aunque logró ahogar el grito mordiéndose fuerte los labios. Para evitar la infección, se dispuso a limpiar la herida llena de arena, por lo que volvió a enterrar la hoja en su humanidad y extirpó toda la carne sucia. Perdió el conocimiento por unos instantes y luego se aplicó el ungüento que las sacerdotisas preparaban especialmente para estos casos. Finalmente, cubrió la herida con las vendas que llevaba en su chaqueta.
Se despertó cuando la gélida noche se retiraba. Su cuerpo había quedado enterrado en la arena y sólo sobresalía en la superficie la mitad de su rostro y parte de la flecha incrustada en su brazo. Por un instante pensó que se hallaba en el Hades, pero el terrible ardor en su brazo le hizo notar que aun conservaba un cuerpo mortal de que ocuparse. Miró hacia ambos lados a ver si había rastros del enemigo, pero sólo se encontró con el sol naciente como único testigo de su desdicha. Cortó al medio la varilla de la flecha, luego sacó su cuchilla para abrirse la piel y extraer la punta incrustada en la carne. Un gran chorro de sangre anunció que acababa de ser expulsada, mientras todo su cuerpo se estremecía del dolor, aunque logró ahogar el grito mordiéndose fuerte los labios. Para evitar la infección, se dispuso a limpiar la herida llena de arena, por lo que volvió a enterrar la hoja en su humanidad y extirpó toda la carne sucia. Perdió el conocimiento por unos instantes y luego se aplicó el ungüento que las sacerdotisas preparaban especialmente para estos casos. Finalmente, cubrió la herida con las vendas que llevaba en su chaqueta.
La operación lo había extenuado, llevándolo al límite de sus reservas físicas,
pero sabía que no podía darse el lujo de descansar. Si se quedaba quieto, iba
a ser presa fácil del brutal sol del mediodía, de los enemigos que
seguramente lo estarían buscando, o de alguna alimaña que siguiendo el rastro
de la sangre aprovechara su debilidad para saciar su apetito. Instintivamente caminó en dirección contraria al sol naciente para acercarse a su reino, aunque sabía que estaba muy lejos y
necesitaría de un milagro mucho más grande que el de anoche para
poder salvarse. .
Con el paso de los minutos, el sol se tornaba cada vez más brillante
y comenzó a proyectar la sombra de su
silueta sobre la arena. Su serpenteo, parecía anunciar que el calor iba aumentando en forma desmedida. Sin
embargo la suave y continua danza se tornó cada vez más violenta,
mutando frenéticamente de forma. Ajdir comenzó a inquietarse pensando que el esfuerzo lo había dejado fuera de sí y lo empujaba a experimentar esas
visiones. De
repente, comenzó a sentir como si todos los huesos se le trituraran y su carne
se desgarrara en mil pedazos, mientras la sombra se despegaba definitivamente
de su cuerpo, transfigurándose en un reptil de horripilante y escamosa piel verde. Observando
sus ojos rojo brillante, uno podía percibir el mal en estado puro. Esa siniestra mirada no era de este mundo, ni
siquiera habría podido encontrarla en el más cruel de sus enemigos. Y sin
embargo, no sabía por qué, había algo de ella que le resultaba familiar.
Ajdir
pegó un salto hacia atrás, desenvainó su daga con la diestra y le espetó a la
bestia: - ¿Quién demonios eres? -
El reptil sonrió maliciosamente y contestó: - Soy Ridja, verdadero heredero del
trono de Argon y estoy aquí para reclamar de una vez por todas lo que me
pertenece. Hasta hoy, permití que vivieras y hasta te protegí de tus propias
torpezas porque eras funcional a mis planes. Pero me he dado cuenta de que ya
no me sirves, porque te has convertido
en una amenaza para mi propia existencia.
Ilustración: Francisco Sierra.
-
Eres el ser más abyecto que he conocido – replicó Ajdir, mientras apretaba
con fuerza la empuñadura de su sable. - Te
conmino a que vuelvas sobre tus pasos y regreses al detestable averno del que nunca debieras haber salido.
-
Recibió una sonora carcajada como respuesta. - ¿Cómo podrías obligarme a hacer
semejante cosa? Si tu carácter es tan débil... Tienes un estúpido sentido
del honor, te interesas por los demás y eso te hace incapaz de cuidar tu propio
pellejo. ¿Acaso crees que fue mérito tuyo el haber
evitado tomar ese vino? Más bien fue mi astucia para percibir el
peligro inminente, allí donde nadie lo puede ver. Se todo acerca de la
naturaleza del mal y puedo olerlo perfectamente cuando se encuentra agazapado para atacar; más aún en
los casos en que nadie lo espera. Y fue mi egoísmo el que nos salvó de morir. Contaba
con que esos idiotas iban a
malgastar su tiempo cortando las cabezas de los pobres infelices condenados de antemano a morir a causa del veneno. Si fuera por
ti, hubieses perecido con ellos al intentar salvarlos.
- Y riendo frenéticamente agregó: - Si hasta sentí algo de pena por
aquellos cuya desgracia nos facilitó la huída.
-Ajdir
estaba confundido. No entendía porqué esa maldita bestia hablaba de “nosotros”. No podía procesar
que a pesar de ubicarse dentro del mismo
bando, estuviera feliz de ver la espantosa muerte de tantos buenos y valerosos
compañeros de lucha. Eso lo enfureció tanto que cargó directo sobre el monstruo. En
una fracción de segundo Ridja desenvainó su espada, bloqueando el golpe mortal
que Ajdir pretendía asestarle. Con el pié, empujó al príncipe hacia atrás haciéndolo trastabillar.
-
¡Buen intento! ¿Te acuerdas cuando estábamos
en plena batalla y nos regodeábamos viendo estallar en pedazos la cabeza de
nuestro adversario?. Que hermoso espectáculo el ver sesos e intestinos saltando por los aires y la
dulce sangre que salpicaba y chorreaba nuestro cuerpo. Je! un verdadero alimento
para nuestras almas. Después, era gracioso verte condenar desde un púlpito
a los dracosianos, por hacer exactamente las mismas cosas que
nosotros tanto disfrutamos.
-
Es mentira lo que dices, - espetó Ajdir - nuestros enemigos han matado y
violado a nuestras mujeres e hijos, y eran la única muestra palpable del mal
en este mundo hasta que te conocía a ti.
- ¡Jajaja! ¿Y nosotros no hemos cometido en represalia hechos similares? ¿Acaso estás tan seguro que ellos fueron los primeros? Como verás, toda tu bondad es una muestra encubierta de cinismo e hipocresía. Tu inclinación a ayudar al prójimo es sólo una excusa para inflar tu ego, sentirte superior y obtener reconocimiento por ello. No eres mejor que yo.
- ¡Jajaja! ¿Y nosotros no hemos cometido en represalia hechos similares? ¿Acaso estás tan seguro que ellos fueron los primeros? Como verás, toda tu bondad es una muestra encubierta de cinismo e hipocresía. Tu inclinación a ayudar al prójimo es sólo una excusa para inflar tu ego, sentirte superior y obtener reconocimiento por ello. No eres mejor que yo.
Ajdir
no soportó más. Esa rata escamosa, lo cargaba de odio como nunca
antes le había pasado en su vida. - ¿Qué puedes hablar acerca de la naturaleza de los sentimientos nobles. ¿Qué sabes tú acerca del
amor, la amistad y los principios que alimentan mi vida? ¿Cuántas veces he
salvado y he sido salvado en el campo de batalla por la simple generosidad de
un compañero? Eso es algo que tú nunca podrás entender. Y maldigo a la vida si
de alguna forma tú te has aprovechado de esos sublimes sentimientos, para
alguna vez preservar tu funesta existencia.
-
Juntó todas sus fuerzas y blandió
nuevamente su espada contra el reptil, esta vez asestándole un golpe seco que le arrancó de
cuajo su brazo derecho. Ajdir vio como la bestia se retorcía de dolor al mismo tiempo
que crecía en el lugar del miembro amputado, un brazo humano. Horrorizado, vio que el suyo a la vez se convertía en una
extremidad fría, verde y de afiladas garras, sintiendo un ardor igual de insoportable.
Acometió nuevamente, ahora incrustando el hierro en la pierna de su oponente,
que también se transformó en humana. A medida que la lucha continuaba ya no se
podía distinguir quién era quién. Finalmente,
los guerreros trabaron los filos de sus
dagas con fuerzas igualmente contrarias.
Ajdir se sorprendió al ver que el arma de su enemigo era una réplica exacta de
la suya. Y como un destello de luz, por primera vez pudo comprender el
significado del dibujo grabado en ella... La figura de un ángel abrazado al de una gárgola. Los
dos se miraron fijamente a los ojos, y pudieron ver reflejados en el fondo de cada uno
de ellos la propia naturaleza del otro. Soltaron sus espadas y se fusionaron en
un profundo e interminable abrazo.
A la mañana siguiente, Ajdir se despertó pleno de renovados bríos. Ya no tenía marcas ni heridas visibles, por lo que dudó si todo había sucedido realmente. De lo que sí estaba absolutamente seguro es que ya nada sería igual que antes. Divisó a lo lejos un grupo de guerreros que se acercaban y se alegró al ver que eran tropas amigas los que lo habían encontrado. De regreso a Argon, fue recibido con las más emocionantes muestras de amor de parte de su pueblo y le expresó a su padre el firme deseo de aceptar la corona.
Y
ni bien fue investido como el nuevo rey de Argon, ordenó enviar a un emisario para
concertar una entrevista con su par dracosiano. Tras arduas negociaciones, el
encuentro pudo concretarse. Habían pactado
encontrarse al alba, en campo neutral en el medio del desierto. Cada soberano asistiría acompañado de su guardia real armada hasta los dientes. Aquel
día, Ajdir tomó resueltamente la iniciativa y ante el asombro de su comitiva avanzó
en soledad en dirección del rey enemigo.
Mientras caminaba, fue despojándose
primero de su sable, luego de su escudo y finalmente se quitó toda la ropa.
Cuando
ya estaba a pocos metros de su rival,
le dijo. - Te saludo honorable rey de Dracos. Solicité esta
reunión para pedirte infinito perdón por todo el daño que los argones hemos
infligido a vuestro pueblo. Hemos cegado la vida de millares de tus hermanos y
arruinado la de incontables mujeres y niños inocentes, cuyo único pecado fue el
nacer en un lugar opuesto al nuestro. Te ofrezco mi sincera gratitud por haber
aceptado tener este encuentro y te regalo mi vida en prenda de paz y pago por todo el
sufrimiento que les hemos irrogado. -
Se acercó aun más y abrazó al azorado soberano. Cerró los ojos entregándose a
su destino, consciente de que probablemente le quedarían unos pocos segundos de vida..
Sin embargo recibió como respuesta un fuerte y emocionado abrazo. Ajdir comenzó
a sentir como se erizaba toda su piel que ahora cambiaba de textura y color permanentemente. Ese
día se recuerda como el comienzo de varios siglos de concordia y prosperidad
para los dos pueblos hermanos. Lentamente, los dracosianos incorporaron la
disciplina y el apego a la ley de los argones, mientras éstos últimos se
volvieron más sensibles al arte, al disfrute y al contacto humano. Hubo sí
peleas y disputas, pero lejos de ser destructivas, obligaban a ambas naciones a aprender
aún más de la naturaleza del otro, que en definitiva era la suya propia. Y
cuando todo se tensaba demasiado y el camino se llenaba de sombras, siempre
recurrían a las enseñanzas del recordado
Ajdir para iluminarlo.
FIN
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